lunes, 4 de mayo de 2015

Llorar de nuevo

Hace unas horas regresé de los campamentos de refugiados saharauis y tengo miedo de salir a la calle. Tengo miedo de volver a perder las palabras, a sentir una fuerte presión en el pecho, a darme cuenta de lo injusto que es el mundo. En definitiva, tengo miedo de volver a llorar.

Todo comenzó en 2008, cuando por algún motivo que ya no recuerdo descubrí que había refugiados que vivían en la hamada, la parte más inhóspita del desierto argelino y que España era responsable  de ello en parte. Ese año mi interés por este caso aumentó hasta el punto de que me animé a viajar allí, necesitaba conocer a esas personas a las que mi país parecía haber olvidado.

Ese viaje me cambió la vida.

Después de algo más de una semana, cuando regresé no era capaz de expresar con palabras todo lo que había vivido. No podía encontrar calificativos para describir la hospitalidad de esa gente. De repente sólo podía llorar, de pena, de alegría, pero lo único que mi cuerpo me permitía era eso, llorar.

Han pasado los años y mi vinculación con el pueblo saharaui ha aumentado. Ya no son desconocidos, sino que forman parte de esa lista de contactos a los que te apetece escribir para felicitar el año nuevo. Son esas personas que aparecen por tu mente, aunque sea un segundo, y te hacen esbozar una sonrisa.

Hace unas semanas, un grandísimo amigo me propuso para acompañarle y ayudar con la comunicación del Festival Internacional de Cine y Derechos Humanos FiSahara. Ni lo pensé. Sólo pude gritar un sí tan fuerte que la gente que cruzaba el paso de cebra a la vez que yo no paraba de mirarme.

Volamos a Tinduf el 28 de abril. Ese mismo martes nos trasladamos con los casi 200 visitantes hasta Dajla, casi en la frontera de Argelia con Mauritania. Nos ubicamos con la increíble familia de Maimaja, dormimos unas pocas horas y nos pusimos a manos a la obra.

Han sido cinco días de locos en los que han surgido todo tipo de problemas logísticos, como no podía ser de otra manera -he de recordar que estábamos trabajando en un campamento de refugiados-. Sin embargo, y esa es la magia del pueblo saharaui, es que gracias a su ritmo pausado, por no decir inexistente, consiguen soluciones. Gracias a los saharauis que estaban allí para ayudarnos -aunque ahora ya podría decir que nosotros hemos sido quienes hemos echado una mano, porque sin ellos habría sido imposible-, hemos vivido un festival de cine y mucho más en pleno desierto del Sáhara.

Este viaje no ha sido como aquel de hace siete años. Esta vez ya sabía lo que había, he ido con ganas de trabajar y con ilusión por volver a convivir con nuestros hermanos saharauis. Quizás he echado en falta tener un poco más de tiempo para estar con ellos, tomar té, charlar sobre la vida y esas cosas que se hacen cuando el calor no te deja salir de la jaima y no tienes nada más que hacer, porque, no os olvidéis, ellos viven en un campamento de refugiados.

Sin embargo, el domingo, después de un viaje agotador para ver el muro que Marruecos construyó para alejar a los saharauis de su mar y antes de volver al aeropuerto, tuvimos unas horas 'libres' en las que volví a vivir ese Sáhara que ya conocía, pero que viviendo en occidente a veces cuesta recordar.

En esas horas volví a aislarme de todo y de todos. Volví a filosofar sobre el mundo, a criticar el orden establecido, a recordar buenos momentos, olvidar el whatsapp, las duchas y Facebook y a maravillarme por la capacidad de esas personas para ser felices.

Ayer volví a sentirme otra vez una completa idiota y hoy me da miedo salir a la calle, ver lo que somos por aquí y llorar de nuevo.

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