martes, 9 de febrero de 2016

Ni hombres ni mujeres, personas

El pasado domingo volvió Jordi Ébole con Salvados y nadie de los que vieron el programa quedó indiferente. Yo he de confesar que no lo vi entero, pero me uní en un momento clave, ese en el que una valiente víctima de malos tratos habla con chicos y chicas en un instituto sobre género. Es terrorífico.

Primero, los prototipos de hombre y mujer ideal físicamente, iguales en las cabezas de todos, como si de ideas inyectadas en vena se trataran. Ellos, más altos que sus parejas -mujeres-, fuertes, con tableta de chocolate y los ojos verdes, cariñosos y decididos. Ellas, rubias, con tetas enormes, una cintura más propia de una Barbie -de las de toda la vida, claro- , simpáticas y pacientes. Pacientes. ¿Pacientes?

Segundo, la vivencia de la víctima, que cuenta su horror, pero es consciente de su propia postura ante su agresor y, lo que es peor, la de la gente que les rodea. Ella se escudaba en la idea de que él iba a cambiar, que estar junto a ella le iba a hacer mejor persona. Los demás no veían en él comportamientos preocupantes, porque prohibir a su novia llevar tacones que la eleven por encima de él es algo absolutamente normal...

Nosotras pacientes, guapas, sonrientes. Ellos fuertes, decididos, aventureros.

Basta.

Es siempre igual y lo peor es que hasta quienes creemos que estamos por encima de eso NO lo estamos. Hasta en las parejas mejor avenidas se repiten los mismos roles. Es muy difícil ver cosas distintas y eso, desde mi punto de vista -ya no hablo de violencia de género, porque eso es un tema mucho más dramático, ya que nadie tiene derecho a dañar a otra persona- se sustenta, casi siempre, en un consentimiento inconsciente por los dos lados. Por el de ellas -nosotras- que nos empeñamos en ser princesas desvalidas para nuestras parejas, y ellos porque tienen que cumplir a rajatabla el rol de caballero andante de reluciente armadura. ¿Por qué él tiene que ser bueno arreglando el grifo de la cocina y yo planchando? Ninguna, cuando empezamos en una relación, admitimos esto, pero lo cierto es que por algún motivo -la inercia social de roles- pasa que de repente él es el manitas, el que mejor conduce, el que no deja de trabajar si hay hijos y el que, por supuesto, siempre tiene ganas de sexo. Tú, yo, mujer, nos convertimos en unas amas de casa estupendas, que solo piensan en criar niños y en quejarse porque "con lo cansada que estoy como para tener ganas de juerga al acostarme".

Yo me niego. No quiero repetir esos roles. Quiero seguir siendo lo que he sido estando sola aunque vaya acompañada. Porque una cosa no excluye a la otra. Quiero reafirmarme como persona, sin género, sin comportamientos preestablecidos.

Creo que es hora de que todos y todas seamos conscientes de que aún existen diferencias de género en nuestros subconscientes y, precisamente eso, es el origen de muchos problemas, porque nos empeñamos en creer que ya está todo superado y no es cierto. Hombres y mujeres somos iguales sobre el papel, sí; quizás cada vez lo seamos más en el terreno profesional, vale. Pero no lo somos en el día a día. No lo somos cuando esperamos una reacción distinta de un hombre o de una mujer sobre un mismo asunto. No lo somos cuando asentimos con la cabeza al decir que una mujer está más guapa depilada. No lo somos cuando un hombre que no trabaja y cuida la casa es un calzonazos.

Hemos de trabajar mucho cada uno de nosotros para detectar esas 'taras' que tenemos de serie, por haber nacido con vagina o con pene, para empezar a cambiar la sociedad que nos rodea. Después ya vendrá todo lo demás.