viernes, 11 de marzo de 2016

No puedo y no puedo

No puedo. Es que no puedo. No puedo ver cada mañana las noticias y evitar apretar los dientes para tratar de contener las lágrimas. El 'problema' de los refugiados, como lo llaman en las altas esferas políticas me indigna, me duele, me revuelve el estómago, me hace sentir miserable.

Niños que cruzan en barcas con el único seguro de vida en forma de chaleco de plástico inflable que llevan nuestros sobrinos a la playa en verano. Ancianos que recorren miles de kilómetros arrastrando los pies apoyados en su andador. Madres y padres que ven enfermar a sus hijos por el frío y húmedo suelo que sostiene unas tristes tiendas de campaña del Decathlon que hacen las veces de casa en pleno invierno europeo.

¿Soy la única que se da cuenta de que estamos siendo corresponsables de una matanza a gran escala?

Se nos llena la boca hablando de las barbaridades que hicieron los nazis, esos monstruos, o Franco y sus secuaces en España, y sin embargo estamos cerrando la puerta a gente que ya no tiene nada más que perder que su propia vida.

Estamos dejando fuera de nuestras limpias calles a millones de personas que se juegan el todo por conseguir llegar a un lugar en el que las bombas y el radicalismo religioso les permita dormir, aunque sea en el suelo, aunque sea sobre una montaña de cartones mojados, aunque sea sin nada que echarse a la boca.

En Europa, los que se hacen llamar líderes han tardado semanas en decidir que no, que este suelo es nuestro y de nadie más, bueno, sólo de esos que traigan mucho dinero -si ese dinero se queda en Suiza o en otros paraisos fiscales nos da igual, lo que queremos es el dinero-.

Queremos al negro que haga ganar millones de euros con su destreza ante un balón de fútbol. Queremos al árabe que nos deje el petroleo baratito.
A todos los demás los queremos fuera.

Que paren el mundo que me quiero bajar, como diría Mafalda. Porque ya no me siento humana. Ya no me siento digna. Ya no me siento con derecho a dormir tranquila por las noches. Siento una impotencia tal que siento que cada vez todo merece menos la pena. ¿Para qué sirve el trabajo diario si no es más que para seguir formando parte de un sistema terriblemente injusto y miserable?

Hay que cambiar el sistema. Hay que luchar por abrir esas puertas. Hay que hacerlo y, lo peor de todo es que no nos queda casi tiempo. ¿Qué dices?