martes, 3 de noviembre de 2015

Reír

Es curioso cómo nos olvidamos de las cosas más cotidianas y ni las echamos de menos.

Hace dos días Hugo -mi pareja- me miró sorprendido y sonriendo mientras me reía a carcajadas viendo una película. No era la más divertida, ni si quiera era lo suficientemente mala como para que me hiciera gracia. Era una comedia, sin más. "Nunca te había oído reír de esa forma", me dijo mientras él también sonreía.

Ayer tuve un ataque de risa. También con él o gracias a él, aún no lo sé. Pero lo cierto es que hacía años que no me pasaba.

Por cosas de la vida -o la vida misma, que es compleja de narices- hace tiempo que no soy la "niña risueña" que mi madre dice que era. Fui así y ya no lo soy -no lo era-. Creía que esa seriedad era fruto de ver y vivir la crueldad en las personas, de sentir la violencia del drama ajeno, de mirar más allá de la zona iluminada. Creía que era madurar.

Sin embargo, yo era consciente de que no todo podía ser de repente tan gris en mi corazón. Por eso comencé a plantearme preguntas para encontrar las respuestas y, por primera vez en mucho tiempo he vuelto a olvidarme de todo y a reír como una niña.

Ayer me di cuenta de que en el fondo de mi ser sigo siendo esa niña. Cuando se me saltaban las lágrimas de la risa, cuando paraba y el simple retazo de un recuerdo inmediato me hacía volver a reír sin parar y cuando por fin fui capaz de parar y sentía dolor en el abdomen.

Yo reía y vuelvo a hacerlo. No sé si hay un solo motivo o varios pero creo que empiezo a darme cuenta de que, efectivamente, aunque haya mucha mierda en el mundo, aunque nos pasen cosas horribles, la vida es única, preciosa y, sobre todo, corta, demasiado corta para no hacerlo.


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